Condenar los mensajes de odio es indispensable, pero también lo es cuestionar la forma incendiaria en que algunos actores políticos se expresan en escenarios de máxima representación.
En Colombia no se puede naturalizar ninguna forma de violencia, y mucho menos cuando esta se manifiesta como amenazas de muerte, intimidaciones o mensajes cargados de odio en redes sociales.
Por eso es legítimo y necesario rechazar los ataques que ha recibido la representante Lina María Garrido después de su intervención el pasado 20 de julio en el Congreso. Sin embargo, también debemos tener el valor de mirar con objetividad lo que originó la tormenta.
Durante su discurso, la congresista del partido Cambio Radical no solo criticó duramente al presidente Gustavo Petro, sino que utilizó expresiones profundamente agresivas y provocadoras. Habló de traición, de que el recinto “olía a azufre”, lo comparó con dictadores y lanzó acusaciones sin pruebas claras, en una tribuna de representación nacional.
La pregunta es inevitable: ¿qué mensaje le envía al país una líder política que, desde su investidura, emplea ese tipo de lenguaje para referirse al jefe de Estado?
Es un error suponer que solo los insultos de los ciudadanos de a pie son condenables. Cuando un representante del Congreso agita la opinión pública con palabras cargadas de rabia y desdén, contribuye a crispar aún más los ánimos en un país ya polarizado.
No se puede exigir respeto y garantías mientras se lanza veneno verbal desde el atril.
Las palabras tienen consecuencias, y más aún cuando vienen de figuras con influencia y poder.
Por eso, así como debe protegerse la vida e integridad de Garrido —y de cualquier otro congresista amenazado—, también es necesario llamar la atención sobre la responsabilidad ética y política de quienes ocupan espacios de liderazgo.
En una democracia, el debate debe ser firme, pero no vulgar.
Crítico, pero no ofensivo.
Contundente, pero no destructivo.